miércoles, 23 de mayo de 2007

La Identidad Sincretica de Victor Vazquez, por Jose Manuel Noceda Fernandez

LA IDENTIDAD SINCRÉTICA DE VÍCTOR VAZQUEZ


Por : José Manuel Noceda Fernándes
Especialista en arte del Caribe y miembro curador del Centro Wilfredo Lam en La Habana. Cuba

Víctor Vázquez se inserta de un modo peculiar en la dinámica artística del Caribe contemporáneo. Con esto me refiero menos a la búsqueda de una anticipidad a ultranza, deudora de la tan maltratada originalidad, como a esa voluntad por enfocar problemáticas propias del ámbito insular o cosmopolita sin reiterar concepciones demasiado manoseadas en el área.

El concepto sincretismo deviene hoy en día de un alcance limitado en el campo de las ciencias sociales y, sin embargo, se le continúa empleando de un modo persistente. Así me sucede ahora con Vázquez pues cuando atisbo en la ilación entre la identidad y el mito me resulta cómodo y natural para acercarme a su obra. Esto ocurre no sólo porque el artista sea fruto de un contexto cultural particular -el caribeño – donde este término ejerce un caciquismo avasallador como porque existe un arista sustancial en su trabajo que apunta insistentemente hacia la mixtura de referencias personales y componentes mitopoéticos de origen ancestral. Por eso el empleo aquí del mismo tiene que ver con un sentido funcional y no tanto con sus capacidades puramente retóricas.

El asunto de la identidad es ya una vieja diatriba y una problemática inherente al ser latinoamericano y caribeño. En el caso particular de Puerto Rico se ha convertido en una cuestión mucho más enfática por razones históricas. Hace unos años Marimar Benítez se refería a la situación peculiar de esa isla antillana y a como ello condicionó un sorprendente mecanismo de resistencia consciente que implica un serio conflicto de identidad. (1)
Las artes visuales puertorriqueñas recogen sobrados ejemplos de esa relación conflictual a lo largo de todas las fluctuaciones del sentimiento nacionalista o durante sus puestas en crisis. Sin embargo, veo mayor afinidad de Víctor Vázquez con artistas que han abordado en cierto momento el escabroso tópico desde las fibras más recónditas de su vivencialidad : Myrna Báez, Antonio Martorell, Arnaldo Roche, María de Mater O’Neill, Nick Qjano o Frieda Medín, por ejemplo. Las causas fundantes de esa obsesividad en Víctor Vázquez podrían sin dudas estar concatenadas con las nociones culturales de la puertorriqueñidad ; pero se encauzan con sutileza por el camino de la exploración interior, de la identidad personal y de una suerte de correspondencia entre la autoimagen, las nuevas posibilidades abiertas por la fotografía y el corpus icónico y ritualista propio de lo religioso.
Ticio Escobar demuestra cómo el concepto de identidad tal y como era entendido hasta el decenio de los 80, es decir, en tanto definición casi mítica de un Ser Nacional o un ser Latinoamericano no se sostiene ya en su carácter de metaconcepto homogeneizador, aglutinante, « pero el hecho de que se cuestionen las totalidades omnicomprensivas hace que la cultura contemporánea aparezca de nuevo obsesionada por la cuestión del Otro » (2) Esta tesis diverge considerablemente con los postulados de Baudrillard quien considera que si anteriormente, el desvelo estribaba en perseguir el parecido con los demás y « perderse en la multitud », es decir, recalar en los imaginarios colectivos, « hoy consiste en parecerse únicamente a uno mismo » (3) Así surge una de las grandes paradojas de la sociedad contemporánea ; en el horizonte de la era de la globalización y de la « desterritorialización » resurge la aproximación al terreno de la autobiografía, la alusión al componente primario de la organización social, como una de las « formas de escritura » y « modelo máximo » de nuestro tiempo.

De modo que Víctor concilia las antinomias anteriores y cuando se menciona la identidad para hablar de su obra aludo a un concepto renovado de esa identidad, que dista mucho de aquellos juicios emitidos por los discursos ontologizadores, y cimentado en el corte antropológico que aporta coordenadas de amparo individual frente a las crisis y conflictos de la sociedad planetaria o ante el debilitamiento ostensible de las nociones de si en un sujeto moderno en franco desconcierto, el el cual la estabilidad va en picada.

En su última instalación, En busca del rostro perdido (Castillo de los Tres Reyes del Morro, VI Bienal de La Habana, mayo-junio, 1997), Vázquez prolonga las « confesiones » apologéticas de George Lamming en torno a la primacía del mundo privado y escondido del ser, un universo cuyo sosiego o turbulencia dentro del hombre contiene todo el caudal de sus anhelos, ambiciones, sus temores, su culpa y su honor. Unos años atrás otra obra, El reino de la espera (1993) enfrentaba la creación como proceso, insertaba ciertas coordenadas en lo religioso y contruía una suerte de memoria afincada en la temporalidad y la finitud de la existencia. El reino de la espera documentaba la depauperación física y moral progresiva de un amigo del artista aquejado por el SIDA con una total compenetración. El fotógrafo no observaba desde fuera, hacía suya la agonía.

En busca del rostro perdido aprovecha estas constantes y añade otras. El título obvio desplaza la narración en tercera persona al microcosmos del Yo. La instalación, a manera de gran retablo integrado por piezas independientes fundidas en un solo espacio - La Ave María I, En busca del rostro perdido, Los muertos que llevo, Comunión I y II, Identidad desnuda....-, cubría una extensa pared de unos 18 metros de largo, en los cuales Vázquez incluyó fotografias personales, de personajes femeninos y de animales, todas viradas al sepia, con brea en sus marcos, y espejos, carbón , yute y objetos envueltos en tela añadidos a la concepción tridimensional. Lo primario que llamaba la atención era justamente el carácter híbrido con que se enfocaba la fotografía. Esta no es una manifestación con demasiados adeptos en el Caribe insular, mucho menos si se trata de una concepción abierta y renovadora de la proyección fotográfica. Las nuevas manifestaciones aparecidas a la luz de los decenios ’60 y ‘ 70 a escala internacional, modificaron sustancialmente la práctica artística y su posterior percepción (me refiero a la quiebra de la tradición abierta por el arte conceptual, los happenings, la eclosión del videoarte, la égida de Beuys, las instalaciones, el land art) e influyeron en el ensanchamiento del horizonte de la fotografía, en la búsqueda de otros códigos, de otras soluciones formales mixtas para actualizar su eficacia visual. La imagen fotográfica pasó de mero documento de la realidad con una pretensión autónoma exclusivista a medio contaminado y contaminante, « apareada » a otras disciplinas del arte, la tecnología y la realidad.

La fotografía de Vázquez expone su « contaminación « primordialmente con el ámbito sagrado. Algunos autores mencionan como constante esa interrelación con lo religioso – el autor estudió religiones comparadas. Ilona Katzew reconoce que aunque su obra « ahíta de referencias a tradiciones y religiones locales, dista mucho de ser paragón de lo nacional o lo temporal. (En ella) confluye lo primigenio con lo contemporáneo, lo sacro con lo mundano, lo instintivo y lo conceptual. (4) Es decir, aquí lo religioso no excluye a otros componentes profanos, no invalidan otras lecturas más allá de la « liturgia ». Como tampoco está circunscrito a una doctrina en particular, pues su obra fluctúa entre cultos de procedencia heterogéneas- catolicismo, sistemas mágico-religiosos de origen africano- con panteones y fundamentos sometidos en suelo antillano al proceso de interpenetración y correlación simbólica.

Vázquez, sin dudas, comparte ahora « las secuelas » dejadas en el buen sentido por algunos expedientes del arte cubano de los ’80. Me refiero a Ricardo Rodríguez Brey, José Bedía, Juan Francisco Elso, Rubén Torres Lloraca o Marta María Pérez (la crítica lo observa más próximo a esta última, quizás por el basamento fotográfico y la recurrencia a la autopercepción), quienes comenzaron una operatoria de raíz antropológica en la visualidad descodificando la tradición afrocubana (Santería, Regla de Palo Monte...) sus estructuras cosmogónicas, sus derivaciones filosóficas. En el caso del puertorriqueño, la irrupción en el terreno religioso o mitológico no presupone representar el hecho o la leyenda, ni existe una férrea apoyatura en el dato, en la narración , o el desglose de los posibles significados del mito. No se trata, por tanto, de una decodificación del entrecruzamiento de lo experencial y lo divino, sino de la « reificación » poética y alegórica de dichos universos, reempleando libremente los referentes sígnicos inmersos en la instalación hasta eludir la equivalencia corrosiva a que esas entidades y sus significantes son expuestos con frecuencia, razones intuidas por Fernando Castro cuando considera que Víctor Vázquez no nos interna tan en profundidad en los misterios de las religiones de origen africano y que su trabajo « deambula sincréticamente entre imágenes sugerentes » atadas a la referencia prístina por lazos más difusos. (5)

Vázquez despliega una suerte de fetichización y ritualización de la autobiografía y la creencia ; convierte las fotografías de su rostro, de su torso y de partes animales y los objetos, en un simulacro ceremonial o en fetiches portadores de las analogías o las relaciones polares entre lo bello y lo feo, la vida y la muerte, lo humano y lo animal, el pasado y el presente, lo terrenal y lo divino. Por intermedio del ritual reorganiza y extrovierte aquellos fragmentos derivados de las indagaciones en lo personal, en lo inmanente, en los relatos preexistentes en el corpus socio-ancestral de las Antillas.

La ritualidad como estrategia propicia ese sentido híbrido, nos introduce en una temporalidad diacrónica, en una realidad otra donde prevalecen las ideas del sacrificio del cuerpo, del poder simbólico del objeto, de la ofrenda, subordinados a nociones espirituales de redención, a la capacidad mitológica para justificar la existencia social, para interpretar la vida que tanto preocupa a
Vázquez o para entender la muerte, que obsesiona, « la muerte del yo, la nada » a las que aludía Federico Morais al leer las confesiones de José Luis Cuevas. Víctor Vázquez se « resguarda » tras esa identidad sincrética o tras una identidad asumida como ritual, encuentra los principios garantes de su cohesión como sujeto ; prefiere conjurar la incertidumbre epocal con el propio sujeto de la creación, en los escenarios del existir cotidiano, con los resortes religiosos filtrados por la conciencia popular.

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NOTAS

1. Véase Marimar Benítez : « En caso especial de Puerto Rico », en : El espíritu latinoamericano : arte y artistas en los Estados Unidos, 1920-1970, Nueva York, El Museo de Artes del Bronx / Harry N. Abrams Inc., Ediciones, 1989, p.72-105. Hollister Sturge también sostiene que el tema de la identidad es central a muchos de los artistas en Puerto Rico : « Continuidad y cambio. La búsqueda del artista puertorriqueño », en : Nuevo arte de Puerto Rico, Museum of Fine Art, Springfield, 1990, p.10.
2. Ticio Escobar. Textos varios.Agencia Española de Cooperación Internacional / Cenro Cultural Español Juan Salazar, 1992, p. 95.
3. Jean Baudrillard. El otro por sí mismo.Barcelona, Editorial Anagrama, 1988, p. 36.
4. Ilona Katzew : « Víctor Vázquez y las transparencias inmutables », en :
Víctor Vázquez. El cuerpo y el ave. Galeria Botello, nov-dic., 1996, p. 6.
5. Fernando Castro. « La fotografía como teatro », en Cruzando Caminos. 6
fotógrafos latinoamericanos. Museo de Arte de Lima, oct-dic., 1995.

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