miércoles, 23 de mayo de 2007
Victor Vazquez por Victor Vazquez: El cuerpo como metafora.
El cuerpo como metáfora
Hay en mi obra el residuo del cuerpo dolido y traspasado, del sacrificio, la fragmentación, la memoria, lo sincrético y la muerte…la muerte como reafirmación y no como negación. En este trabajo la memoria se destaca…. y cito: 1. “Memorabilia no significa otra cosa que la fuerza de compenetración de los artefactos con el polvo originario que conforman el propio cuerpo. En este sentido se invoca el sentido de la tierra, pero se evoca el sentido de su composición. El esfuerzo consiste en pensar lo primario (natura) como si se tratase de un artefacto, y de descubrir en los propios artefacto el cultivo de lo primario.”
Estos referentes cobran aquí un significado diferente que alude –a través del montaje y el uso de los materiales- a lo primario, a lo propio, a lo simple, a lo natural, a la recreación, a la materia misma de la fotografía.
El cuerpo funciona como estructura del mundo, como espejo de reflejos del yo y el otro; unido a un sincretismo religioso propio y personal que se observa y manifiesta en lo popular y cotidiano, en una forma muchas veces inconsciente.
El tema del cuerpo y el autoretrato se dirige a una reflexión en torno a una identidad, apresada en una simbología e iconografía manifestada en una cotidianidad que sirve de eje para interpretar y actualizar creencias que parten de una tradición, pero reinterpretada en una forma personal.
Mi discurso se nutre de esa tradición manifestada en lo cotidiano pero descontextualizada y resignificada en mi propio ser, en mi propio yo. Es decir, la consciencia de mí mismo cumple con el verso de Octavio Paz según el cual “Para que pueda ser, he de ser otro”
Victor Vazquez
Hay en mi obra el residuo del cuerpo dolido y traspasado, del sacrificio, la fragmentación, la memoria, lo sincrético y la muerte…la muerte como reafirmación y no como negación. En este trabajo la memoria se destaca…. y cito: 1. “Memorabilia no significa otra cosa que la fuerza de compenetración de los artefactos con el polvo originario que conforman el propio cuerpo. En este sentido se invoca el sentido de la tierra, pero se evoca el sentido de su composición. El esfuerzo consiste en pensar lo primario (natura) como si se tratase de un artefacto, y de descubrir en los propios artefacto el cultivo de lo primario.”
Estos referentes cobran aquí un significado diferente que alude –a través del montaje y el uso de los materiales- a lo primario, a lo propio, a lo simple, a lo natural, a la recreación, a la materia misma de la fotografía.
El cuerpo funciona como estructura del mundo, como espejo de reflejos del yo y el otro; unido a un sincretismo religioso propio y personal que se observa y manifiesta en lo popular y cotidiano, en una forma muchas veces inconsciente.
El tema del cuerpo y el autoretrato se dirige a una reflexión en torno a una identidad, apresada en una simbología e iconografía manifestada en una cotidianidad que sirve de eje para interpretar y actualizar creencias que parten de una tradición, pero reinterpretada en una forma personal.
Mi discurso se nutre de esa tradición manifestada en lo cotidiano pero descontextualizada y resignificada en mi propio ser, en mi propio yo. Es decir, la consciencia de mí mismo cumple con el verso de Octavio Paz según el cual “Para que pueda ser, he de ser otro”
Victor Vazquez
Entrevista a Victor Vazquez, por Eugenio Valdez Figueroa
HABLANDO POR SI MISMO
Ser otro para poder ser.
Cotidianidad y ritual
Entrevista al artista puertorriqueño Víctor Vázquez, a propósito de su exposición personal “La Casa de las Almas” en el Centro Wilfredo Lam.
Eugenio Valdés Figueroa
Curador, crítico de arte
Eugenio Valdés:
Algunos se aproximan a las religiones afrocaribeñas como sistemas de producción simbólica desde el rigor científico del etnólogo o del antropólogo; hay quienes lo hacen con la pasión del teólogo; otros se acercan desde la curiosidad y el misterio que despierta lo desconocido en lo profano; pero también existen aquellos que se aprovechan del oportunismo folclorista y snob promovido por las modas occidentales y por la cultura turística. ¿Desde qué óptica enfrenta Víctor Vázquez tan controvertido tema?
Víctor Vázquez:
Hay en mi obra de todo un poco porque la principal materia prima de mis investigaciones en el plano artístico es precisamente la diversidad de ángulos de análisis acerca de una misma temática. Pero pienso que sobre todo hay un elemento sociológico que añado a mis reflexiones sobre los sistemas religiosos sincréticos de componente fundamentalmente africano en el Caribe, pues estas son practicas eminentemente personales que se apoyan en lo cotidiano. Claro está que mi obra no constituye ella misma un ensayo teológico; no es tampoco un postulado teosófico sobre sistemas religiosos en particular. Mi obra indaga sobre el rol de esas creencias dentro de nuestros sistemas de conducta en la vida diaria.
Eugenio Valdés:
¿Quiere decir entonces que su obra se apoya conceptualmente en un paralelo entre los modos de comportamiento sociocultural y la lógica interna de la ritualidad religiosa?
¿Le interesa particularmente hacer énfasis en esa suerte de “inercia ideologica que rige los sistemas de conducta en la sociedad y las respuestas del individuo común a circunstancias concretas de la vida cotidiana?
Víctor Vázquez:
Yo lo plantearía de otra manera. El comportamiento humano está marcado por repeticiones ritualísticas, y éste es el aspecto sobre el cual a mí me interesa indagar. Pero la religiosidad popular en el Caribe abarca todos los niveles de la vida diaria. Llegan a confundirse lo habitual y lo sagrado, las supersticiones y el instinto, lo primigenio y lo contemporáneo, lo sacramental y los propósitos que se traza el individuo.
Esta es una simbología que recontextualizo, pero que parte de los rituales comportamentales del individuo mismo.
Son dos ritualidades superpuestas: una tiene que ver directamente con la tradición religiosa y se ha acentuado de manera ancestral, de generación en generación, con normativas muy rigurosas. El mundo se interpreta a través de esos parámetros ideológicos que les dicta la práctica religiosa. Pero existe otra ritualidad que se genera de la propia vivencia del individuo en su contacto con el “mundo exterior”, es una ritualidad existencial que es la que le da sentido a lo cotidiano. Es como si tras lo caótico y azaroso de nuestra existencia hubiera un orden que da lógica a nuestros actos y también a los obstáculos que encontramos en la realización de un objetivo o de un plan de vida.
No propongo mi trabajo como la obra de un sacerdote o de un shaman, sino más bien como una estrategia para hablar desde mi propia biografía sobre un escenario y una filosofía de lo cotidiano. Me interesa dilucidar y ver cómo se organiza el hombre; las creencias generan estructuras, hábitos y relaciones. El sujeto de mi obra soy yo mismo, y sobre mis retratos y mis testimonios se “dibujan” algunas de las más reveladoras líneas del mapa social y cultural de mi país. Me presento a un mismo tiempo como artista y como ciudadano común; así puedo hacer un paralelo entre el proceso de creación como ritual y la zona creatividad que abarca la ritualidad cotidiana.
Eugenio Valdés:
¿Significa esto que su reflexión sobre lo insular no se apoya solamente en la cotidianidad como concepto, sino también en las relaciones de posición y de oposición entre lo público y lo privado?
Víctor Vázquez:
Exacto. Un practicante de Santería, por ejemplo, trata de explicar y controlar las fuerzas sociales y naturales desde su privacidad. El contexto del ejercicio religioso es precisamente el espacio doméstico, su casa es también el Templo, y desde allí el individuo no ruega, sino “trabaja” junto con sus “muertos” y sus deidades en un mismo plano de la existencia que borra los límites entre lo mundano y lo divino.
Pero hasta un ateo vive casi sin saberlo en el ejercicio de comportamientos ritualistas, los cuales devienen “sagrados” para él; la costumbre hace dependiente al sujeto de sus rituales, que vistos fuera de contexto a veces nos resultan insulsos. Llegan a tener una funcionalidad relativa, disuelta en la cadena de operaciones que la cultura impone a nuestra agenda.
Hace un rato te referías a la “inercia ideologica” por la que con frecuencia se deja llevar el individuo en nuestras sociedades. Para mí esto no es un rasgo negativo o positivo; ni siquiera permito que se transparente mi criterio al respecto, pues me interesa presentarlo como lo que es: un ingrediente de la cultura. Al propio tiempo, el simulacro de aceptación de las normas sociales, políticas , religiosas, etcetera, convierte al sujeto en una máscara de sí mismo. En mi obra “El Viaje del cuerpo y la máscara” aparece un hombre en un rincón, el único espacio de acceso hacia el exterior es el lente de la cámara que ha captado la imagen. La obra brega tanto sobre la incertidumbre como sobre la supresión del “yo”.
Ahora bien, en la cultura insular el individuo está marcado por un aislamiento fatal; el practicante de estos sistemas religiosos reproduce a nivel doméstico la segregación de la Isla. La Isla se multiplica en el espacio privado de cada practicante. Si por una parte la casa es el Templo desde donde se trata de incidir sobre el destino propio, paradójicamente es también el espacio de liberación de la disciplina y de los controles ejercidos por la sociedad sobre la individualidad y la diferencia. Si algo de provocativo hay en mis instalaciones es el hecho de que al traer esas experiencias desde el “mundo interior” del practicante al espacio público de la galeria de arte, entran en conflicto con las expectativas del observador, quien siente divulgado su propio “secreto”, parodiada y compartida de forma caricaturesca su “intimidad”. “La Ave María I y II”, “La communion”, o “Identidad desnuda” dejan al descubierto con cierto tono burlesco nuestras ritualidades y proponen una lectura ontológica que denuncia nuestra vulnerabilidad; la identidad puesta al desnudo pone en precario nuestra seguridad; por eso, el simulacro de subalternidad es uno de nuestros más eficaces mecanismos de defensa.
El puertorriqueño de hoy no puede definir con claridad su lugar porque su “autenticidad” ha devenido una caricatura. Todos vemos nuestro pasaporte oficial con la suspicacia que despierta nuestro irónico sentido de pertenencia a un territorio. Pero también nuestro documento official de identidad es visto con suspicacia por los “otros”; no somos colonia ni tampoco república, pero somos minoría latina en suelo norteamericano, al márgen de los pequeños privilegios migratorios que proporciona nuestro status indefinido.
Eugenio Valdés:
¿Qué conflictos, en su opinion, afronta el intelectual del Caribe, en la formulación de un discurso ontológico, ante el juego de simulaciones propiciado por factores de tanto peso en nuestras islas como la cultura política o la turística?
Víctor Vázquez:
Somos un cliché. Al Caribe se le visita con la esperanza de encontrar el cálido sol del Trópico, la extrovertida mulata de caderas voluptuosas, los chillones colores del carnaval y el rítmico percutir de los tambores. Somos para el turista de paso la “tierra prometida” del placer y del vicio, y también un embrujado sitio de nigromantes que viven de augurios y sortilegios. Por momentos mi obra ofrece lo que se espera de nosotros; en esta dirección no dejo de ser cínico, porque mis fotografías no documentan un contexto, sino un criterio. Quienes encuentran en mis trabajos una mirada folclorista pueden estarse encontrando a sí mismos al caer en la trampa de mis “ensamblajes”, los cuales no descartan siquiera la posibilidad de excomulgar la falacia que ya está incorporada a la identidad del caribeño. Si así nos ven, de algún modo así somos, porque la mirada ajena es también un componente de la identidad propia.
Hay algo de complacencia en la relativa aceptación de los clichés impuestos por la mirada ajena. Pero esto no implica en ningún sentido conformidad. Podría décir que existe una conformidad simulada, una conveniencia oportunista y burlona. La burla es “el pan nuestro de cada día”. Así titulé una obra en la que una muchacha desnuda porta en sus entrepiernas un racimo de plátanos, un símbolo que en Puerto Rico siempre ha estado relacionado con la tierra, con la pobreza, pero a nivel popular también vinculado con el erotismo. Este es ya un símbolo desgastado por su uso, retorizado por un discurso seudoauténtico. El título lo tome de una obra de Frades, un reconocido pintor puertorriqueño de principios de siglo, en la cual el racimo de plátanos implicaba lo básico, lo primario, el indispensable alimento, la supervivencia, lo nacional…
En mi obra, todo apunta al deseo; sobredimensiono la libido e irónicamente hiperbolizo el tema de la fertilidad. Aunque este es el trasfondo de ese tipo de trabajos, mi interés está dirigido fundamentalmente a enfatizar la manera en que prostituimos la identidad aprovechando las expectativas del “otro”. Puedo parecer radical en un juicio como éste, pero lo cotidiano –uno de los temas centrales de mi obra actual- es también el comercio de la imagen folclorista como una forma de supervivencia perpetuada por la persistencia de determinadas relaciones sociales. La persistencia hace al hábito y a las costumbres. Y de ese modo, también la tradición incorpora y estructura los simulacros.
Eugenio Valdés:
La simulación no es únicamente uno de los más socorridos mecanismos autodefensivos que históricamente ha asumido el individuo como ser social. Es también un balance de armonía que conecta el ser y el no ser. La problemática temporal es esencial para comprender este fenómeno. Pero cuando usted se refiere en su obra a esa mitología cotidiana que ponen en conflicto continuidad y discontinuidad en virtud del sentido cíclico de la existencia, lo hace aludiendo más a la perpetuidad que a la inmortalidad…
Víctor Vázquez:
Sí. De cierto modo, sí. Es que siempre he pensado que tanto la interpretación que el “otro” hace de nuestro mundo, como la impostura conveniente de nuestro folclor, son simultáneamente químeras –por ambas partes- y desviaciones ideológicas de la realidad que nacen de las relaciones de poder-subordinación. Nuestro rostro queda velado detrás de tanto simulacro. Mi obra En busca del rostro perdido es un autrorretrato en el que aparezco con los ojos vendados, con un halo de plumas de ave, identifico el género del autorretrato con la supresión de “yo” en la colectividad. Lo público y lo privado se cruzan en un sacramento con el tiempo y con la muerte. Es como si tomara conciencia de mí mismo y de mi herencia.
Esto me recuerda el verso de “Piedra de sol” de Octavio Paz, según el cual “..para que pueda ser, he de ser otro”. Y no me estoy refiriendo exclusivamente a la máscara, sino también a la dialéctica que la identidad contiene. La identidad no es una noción absoluta. El modo en que parafraseo el título de la famosa novela de Marcel Proust en mi obra En busca del rostro perdido implica la formulación de una identidad fragmentada por los efectos de la dimension temporal.
No solo la identidad es un concepto fragmentario. También la historia se pluraliza en las identidades. La historia puede construirse en multiples versiones en la mirada de cada cual, o puede ocultar o revelar oportunamente sus narrativas según circunstancias e intereses, o simplemente someterse a olvidos involuntarios o a fabulaciones imprevistas que alimentan sus ambigüedades y convierten en caldo de cultivo la anulación de sus límites con la mitología.
Eugenio Valdés:
En tus trabajos más recientes utilizas determinados símbolos, atributos y conceptos extraídos del espiritismo como doctrina y de su práctica en el Caribe. ¿Se trata en estos casos de una metáfora sobre el sentido de trascendencia y el diálogo con la memoria? ¿Implican estos nuevos referentes un corte radical con respecto a tu obra precedente?
Víctor Vázquez:
No creo que estas obras hayan implicado una ruptura en relación con mi producción anterior. Ellas se incorporan consecuentemente a las líneas temáticas que he venido desarrollando durante los últimos años.
Por ejemplo, para mi proyecto La Casa de las Almas, que exhibí hace unos meses en la Galería Couturier (Los Angeles, California) y que luego se expuso en La Habana, en las salas del Centro Wilfredo Lam, tome el título de la obra homónima del autor francés Alan Kardec. Las instalaciones que aquí exhibo especulan sobre ese ritual del espiritismo, en el que se trata de “tejer” una red invisible de hilos que conectan las ausencias del presente con los argumentos que se refugian en la muerte. El espíritu y la mente funcionan como un sistema de vasos comunicantes que permanentemente activan los extintos depósitos del pasado.
Afirmar que las almas cuentan con una “residencia” es un sofisma; las almas jamás reposan en paz. Vivimos anclados en una perenne disputa entre “el más allá” y “el más acá”, y nuestras almas y las de nuestros ancestros vagando en un no-lugar, interfiriendo de un lado y del otro. Definitivamentem pertenecer a los “vivos” o a los “muertos” constituyen las únicas opciones posibles, pero también marcan estados diferentes de la existencia: ser y ser otro, sin dejar de ser uno mismo.
Tales nociones vuelven a aparecer en “Fragmentos de una historia, que aún no termina”, y en “Los muertos que llevo en la cabeza”. En esas obras hago allusión al tradicional culto a los ancestros, pero como un pretexto para establecer la ineludibilidad de la muerte y la continuidad del tiempo en ambas direcciones. No solo pretendemos dominar el mundo, sino también discontinuar el tiempo, desplazarnos en la eternidad. Por esta razón la verticalidad aquí no es casual; crea un puente entre lo divino y lo terrenal que se refiere a la forma en que buscamos perpetuarnos más allá de la propia muerte. La obra parece inconclusa porque carece de una definición de sus límites. Los recuerdos, el pasado, dan sentido a la existencia, pero siempre dejan una brecha, un espacio vacío reservado para el porvenir.
Eugenio Valdés:
Sin embargo, ese “espacio vacío” también había sido identificado con la muerte en tu serie El reino de la espera…
Víctor Vázquez:
Pero en mi serie “El reino de la espera”, la muerte es vista como una reafirmación nunca como una negación. Documenté la muerte de un hombre joven enfermo de SIDA, así como todo el proceso de deterioro físico y de conflicto entre la esperanza y el destino. Sin embargo, la muerte de este individuo no significaba el sinsentido de la existencia, aún cuando constituía la interrupción de un proyecto de vida. La vida y la muerte son entendidas en su continuidad, y en esta dirección se conecta aquel tipo de trabajos con mi obra actual. El cuerpo, que ha sido un leitmotiv en mi obra, se redefine a partir de “El reino de la espera” en un tránsito desde lo prohibido a lo putrefacto, del placer al dolor, del origen a la provocación de la muerte. Pero ese es un ciclo sin principio ni fin, que se conecta por sus extremos. El hombre se perpetúa en sus huellas; es por esta vía que entiendo la muerte como celebración : no nos incorporamos definitivamente al mundo de los difuntos. Abandonamos nuestra pertenencia al mundo de los vivos solo de forma relativa; quedamos habitando en un sitio difícil de ubicar temporal y espacialmente, pues pertenece al territorio de la memoria.
Más de una vez he pensado que no existe un concepto más cercano a ese limbo entre el mundo de los vivos y el de los muertos que el de la Identidad.
La Identidad no puede ser comprendida si no es a través de esa mitología en torno al ciclo de nacimiento-muerte-resurrección . Casi siempre se habla de identidad en terminos de espiritualidad, ideología, filosofía, etcétera, es decir, en términos muy abstractos, pero pocas veces se le entiende como algo tangible, objetivo, que vive, respira, muere, se pudre, renace…Ella se desplaza pendularmente entre lo abstracto y lo concreto; se completa en su materialidad y retorna a su zona espiritual como cobrando fuerzas; necesita dejar de ser para volver a la vida reencarnada en otra sustancia…
Eugenio Valdés:
¿Cuáles son tus proyectos más inmediatos y cuáles tus más actuales motivaciones?
Víctor Vázquez:
En este momento me encuentro desarrollando un proyecto de instalación que tiene que ver con el centenario de la invasión norteamericana a Puerto Rico, pero la obra sortea constantemente las trampas de lo anecdótico y evita el ángulo historicista de este asunto. Me resulta mucho más atractiva la trascendencia de ese hecho en la consolidación durante varias generaciones de determinados patrones de conducta en la sociedad puertorriqueña, de ciertos aspectos psico-sociales gestados en la relación histórica entre Puerto Rico y Estados Unidos. Una vez más, el Espiritismo es mi punto de partida, el contacto con “ultratumba”.
Si fuéramos a ser irónicos, con tan delicado tema habría que decir que “lo llevamos en el alma”. Aunque la obra se apoya fundamentalmente en lo documental –fotografía, objetos recuperados y documentos de archivos- realmente me interesa lo “testimonial” dialogar con el “alma” de esos objetos, hurgar en la memoria. El título de la instalación es “Para entender a los Vivos hay que comunicarse con los muertos”. En la muerte, en la memoria, en nuestro pasado, reside el colectivo inconsciente. Allí están las claves para comprendernos y para reencontrarnos con nosotros mismos. La obra construye una suerte de árbol genealógico; son cajas que contienen información que yace inerte, olvidada, pero que es potencialemente “desenterrable”. Es una especie de rompecabezas –como nuestra identidad-, pleno de dudas y de atisbos. La curiosidad que despierta el contenido de esas cajas es uno de los más recurrentes ritos del individuo “en busca del rostro perdido”.
Ser otro para poder ser.
Cotidianidad y ritual
Entrevista al artista puertorriqueño Víctor Vázquez, a propósito de su exposición personal “La Casa de las Almas” en el Centro Wilfredo Lam.
Eugenio Valdés Figueroa
Curador, crítico de arte
Eugenio Valdés:
Algunos se aproximan a las religiones afrocaribeñas como sistemas de producción simbólica desde el rigor científico del etnólogo o del antropólogo; hay quienes lo hacen con la pasión del teólogo; otros se acercan desde la curiosidad y el misterio que despierta lo desconocido en lo profano; pero también existen aquellos que se aprovechan del oportunismo folclorista y snob promovido por las modas occidentales y por la cultura turística. ¿Desde qué óptica enfrenta Víctor Vázquez tan controvertido tema?
Víctor Vázquez:
Hay en mi obra de todo un poco porque la principal materia prima de mis investigaciones en el plano artístico es precisamente la diversidad de ángulos de análisis acerca de una misma temática. Pero pienso que sobre todo hay un elemento sociológico que añado a mis reflexiones sobre los sistemas religiosos sincréticos de componente fundamentalmente africano en el Caribe, pues estas son practicas eminentemente personales que se apoyan en lo cotidiano. Claro está que mi obra no constituye ella misma un ensayo teológico; no es tampoco un postulado teosófico sobre sistemas religiosos en particular. Mi obra indaga sobre el rol de esas creencias dentro de nuestros sistemas de conducta en la vida diaria.
Eugenio Valdés:
¿Quiere decir entonces que su obra se apoya conceptualmente en un paralelo entre los modos de comportamiento sociocultural y la lógica interna de la ritualidad religiosa?
¿Le interesa particularmente hacer énfasis en esa suerte de “inercia ideologica que rige los sistemas de conducta en la sociedad y las respuestas del individuo común a circunstancias concretas de la vida cotidiana?
Víctor Vázquez:
Yo lo plantearía de otra manera. El comportamiento humano está marcado por repeticiones ritualísticas, y éste es el aspecto sobre el cual a mí me interesa indagar. Pero la religiosidad popular en el Caribe abarca todos los niveles de la vida diaria. Llegan a confundirse lo habitual y lo sagrado, las supersticiones y el instinto, lo primigenio y lo contemporáneo, lo sacramental y los propósitos que se traza el individuo.
Esta es una simbología que recontextualizo, pero que parte de los rituales comportamentales del individuo mismo.
Son dos ritualidades superpuestas: una tiene que ver directamente con la tradición religiosa y se ha acentuado de manera ancestral, de generación en generación, con normativas muy rigurosas. El mundo se interpreta a través de esos parámetros ideológicos que les dicta la práctica religiosa. Pero existe otra ritualidad que se genera de la propia vivencia del individuo en su contacto con el “mundo exterior”, es una ritualidad existencial que es la que le da sentido a lo cotidiano. Es como si tras lo caótico y azaroso de nuestra existencia hubiera un orden que da lógica a nuestros actos y también a los obstáculos que encontramos en la realización de un objetivo o de un plan de vida.
No propongo mi trabajo como la obra de un sacerdote o de un shaman, sino más bien como una estrategia para hablar desde mi propia biografía sobre un escenario y una filosofía de lo cotidiano. Me interesa dilucidar y ver cómo se organiza el hombre; las creencias generan estructuras, hábitos y relaciones. El sujeto de mi obra soy yo mismo, y sobre mis retratos y mis testimonios se “dibujan” algunas de las más reveladoras líneas del mapa social y cultural de mi país. Me presento a un mismo tiempo como artista y como ciudadano común; así puedo hacer un paralelo entre el proceso de creación como ritual y la zona creatividad que abarca la ritualidad cotidiana.
Eugenio Valdés:
¿Significa esto que su reflexión sobre lo insular no se apoya solamente en la cotidianidad como concepto, sino también en las relaciones de posición y de oposición entre lo público y lo privado?
Víctor Vázquez:
Exacto. Un practicante de Santería, por ejemplo, trata de explicar y controlar las fuerzas sociales y naturales desde su privacidad. El contexto del ejercicio religioso es precisamente el espacio doméstico, su casa es también el Templo, y desde allí el individuo no ruega, sino “trabaja” junto con sus “muertos” y sus deidades en un mismo plano de la existencia que borra los límites entre lo mundano y lo divino.
Pero hasta un ateo vive casi sin saberlo en el ejercicio de comportamientos ritualistas, los cuales devienen “sagrados” para él; la costumbre hace dependiente al sujeto de sus rituales, que vistos fuera de contexto a veces nos resultan insulsos. Llegan a tener una funcionalidad relativa, disuelta en la cadena de operaciones que la cultura impone a nuestra agenda.
Hace un rato te referías a la “inercia ideologica” por la que con frecuencia se deja llevar el individuo en nuestras sociedades. Para mí esto no es un rasgo negativo o positivo; ni siquiera permito que se transparente mi criterio al respecto, pues me interesa presentarlo como lo que es: un ingrediente de la cultura. Al propio tiempo, el simulacro de aceptación de las normas sociales, políticas , religiosas, etcetera, convierte al sujeto en una máscara de sí mismo. En mi obra “El Viaje del cuerpo y la máscara” aparece un hombre en un rincón, el único espacio de acceso hacia el exterior es el lente de la cámara que ha captado la imagen. La obra brega tanto sobre la incertidumbre como sobre la supresión del “yo”.
Ahora bien, en la cultura insular el individuo está marcado por un aislamiento fatal; el practicante de estos sistemas religiosos reproduce a nivel doméstico la segregación de la Isla. La Isla se multiplica en el espacio privado de cada practicante. Si por una parte la casa es el Templo desde donde se trata de incidir sobre el destino propio, paradójicamente es también el espacio de liberación de la disciplina y de los controles ejercidos por la sociedad sobre la individualidad y la diferencia. Si algo de provocativo hay en mis instalaciones es el hecho de que al traer esas experiencias desde el “mundo interior” del practicante al espacio público de la galeria de arte, entran en conflicto con las expectativas del observador, quien siente divulgado su propio “secreto”, parodiada y compartida de forma caricaturesca su “intimidad”. “La Ave María I y II”, “La communion”, o “Identidad desnuda” dejan al descubierto con cierto tono burlesco nuestras ritualidades y proponen una lectura ontológica que denuncia nuestra vulnerabilidad; la identidad puesta al desnudo pone en precario nuestra seguridad; por eso, el simulacro de subalternidad es uno de nuestros más eficaces mecanismos de defensa.
El puertorriqueño de hoy no puede definir con claridad su lugar porque su “autenticidad” ha devenido una caricatura. Todos vemos nuestro pasaporte oficial con la suspicacia que despierta nuestro irónico sentido de pertenencia a un territorio. Pero también nuestro documento official de identidad es visto con suspicacia por los “otros”; no somos colonia ni tampoco república, pero somos minoría latina en suelo norteamericano, al márgen de los pequeños privilegios migratorios que proporciona nuestro status indefinido.
Eugenio Valdés:
¿Qué conflictos, en su opinion, afronta el intelectual del Caribe, en la formulación de un discurso ontológico, ante el juego de simulaciones propiciado por factores de tanto peso en nuestras islas como la cultura política o la turística?
Víctor Vázquez:
Somos un cliché. Al Caribe se le visita con la esperanza de encontrar el cálido sol del Trópico, la extrovertida mulata de caderas voluptuosas, los chillones colores del carnaval y el rítmico percutir de los tambores. Somos para el turista de paso la “tierra prometida” del placer y del vicio, y también un embrujado sitio de nigromantes que viven de augurios y sortilegios. Por momentos mi obra ofrece lo que se espera de nosotros; en esta dirección no dejo de ser cínico, porque mis fotografías no documentan un contexto, sino un criterio. Quienes encuentran en mis trabajos una mirada folclorista pueden estarse encontrando a sí mismos al caer en la trampa de mis “ensamblajes”, los cuales no descartan siquiera la posibilidad de excomulgar la falacia que ya está incorporada a la identidad del caribeño. Si así nos ven, de algún modo así somos, porque la mirada ajena es también un componente de la identidad propia.
Hay algo de complacencia en la relativa aceptación de los clichés impuestos por la mirada ajena. Pero esto no implica en ningún sentido conformidad. Podría décir que existe una conformidad simulada, una conveniencia oportunista y burlona. La burla es “el pan nuestro de cada día”. Así titulé una obra en la que una muchacha desnuda porta en sus entrepiernas un racimo de plátanos, un símbolo que en Puerto Rico siempre ha estado relacionado con la tierra, con la pobreza, pero a nivel popular también vinculado con el erotismo. Este es ya un símbolo desgastado por su uso, retorizado por un discurso seudoauténtico. El título lo tome de una obra de Frades, un reconocido pintor puertorriqueño de principios de siglo, en la cual el racimo de plátanos implicaba lo básico, lo primario, el indispensable alimento, la supervivencia, lo nacional…
En mi obra, todo apunta al deseo; sobredimensiono la libido e irónicamente hiperbolizo el tema de la fertilidad. Aunque este es el trasfondo de ese tipo de trabajos, mi interés está dirigido fundamentalmente a enfatizar la manera en que prostituimos la identidad aprovechando las expectativas del “otro”. Puedo parecer radical en un juicio como éste, pero lo cotidiano –uno de los temas centrales de mi obra actual- es también el comercio de la imagen folclorista como una forma de supervivencia perpetuada por la persistencia de determinadas relaciones sociales. La persistencia hace al hábito y a las costumbres. Y de ese modo, también la tradición incorpora y estructura los simulacros.
Eugenio Valdés:
La simulación no es únicamente uno de los más socorridos mecanismos autodefensivos que históricamente ha asumido el individuo como ser social. Es también un balance de armonía que conecta el ser y el no ser. La problemática temporal es esencial para comprender este fenómeno. Pero cuando usted se refiere en su obra a esa mitología cotidiana que ponen en conflicto continuidad y discontinuidad en virtud del sentido cíclico de la existencia, lo hace aludiendo más a la perpetuidad que a la inmortalidad…
Víctor Vázquez:
Sí. De cierto modo, sí. Es que siempre he pensado que tanto la interpretación que el “otro” hace de nuestro mundo, como la impostura conveniente de nuestro folclor, son simultáneamente químeras –por ambas partes- y desviaciones ideológicas de la realidad que nacen de las relaciones de poder-subordinación. Nuestro rostro queda velado detrás de tanto simulacro. Mi obra En busca del rostro perdido es un autrorretrato en el que aparezco con los ojos vendados, con un halo de plumas de ave, identifico el género del autorretrato con la supresión de “yo” en la colectividad. Lo público y lo privado se cruzan en un sacramento con el tiempo y con la muerte. Es como si tomara conciencia de mí mismo y de mi herencia.
Esto me recuerda el verso de “Piedra de sol” de Octavio Paz, según el cual “..para que pueda ser, he de ser otro”. Y no me estoy refiriendo exclusivamente a la máscara, sino también a la dialéctica que la identidad contiene. La identidad no es una noción absoluta. El modo en que parafraseo el título de la famosa novela de Marcel Proust en mi obra En busca del rostro perdido implica la formulación de una identidad fragmentada por los efectos de la dimension temporal.
No solo la identidad es un concepto fragmentario. También la historia se pluraliza en las identidades. La historia puede construirse en multiples versiones en la mirada de cada cual, o puede ocultar o revelar oportunamente sus narrativas según circunstancias e intereses, o simplemente someterse a olvidos involuntarios o a fabulaciones imprevistas que alimentan sus ambigüedades y convierten en caldo de cultivo la anulación de sus límites con la mitología.
Eugenio Valdés:
En tus trabajos más recientes utilizas determinados símbolos, atributos y conceptos extraídos del espiritismo como doctrina y de su práctica en el Caribe. ¿Se trata en estos casos de una metáfora sobre el sentido de trascendencia y el diálogo con la memoria? ¿Implican estos nuevos referentes un corte radical con respecto a tu obra precedente?
Víctor Vázquez:
No creo que estas obras hayan implicado una ruptura en relación con mi producción anterior. Ellas se incorporan consecuentemente a las líneas temáticas que he venido desarrollando durante los últimos años.
Por ejemplo, para mi proyecto La Casa de las Almas, que exhibí hace unos meses en la Galería Couturier (Los Angeles, California) y que luego se expuso en La Habana, en las salas del Centro Wilfredo Lam, tome el título de la obra homónima del autor francés Alan Kardec. Las instalaciones que aquí exhibo especulan sobre ese ritual del espiritismo, en el que se trata de “tejer” una red invisible de hilos que conectan las ausencias del presente con los argumentos que se refugian en la muerte. El espíritu y la mente funcionan como un sistema de vasos comunicantes que permanentemente activan los extintos depósitos del pasado.
Afirmar que las almas cuentan con una “residencia” es un sofisma; las almas jamás reposan en paz. Vivimos anclados en una perenne disputa entre “el más allá” y “el más acá”, y nuestras almas y las de nuestros ancestros vagando en un no-lugar, interfiriendo de un lado y del otro. Definitivamentem pertenecer a los “vivos” o a los “muertos” constituyen las únicas opciones posibles, pero también marcan estados diferentes de la existencia: ser y ser otro, sin dejar de ser uno mismo.
Tales nociones vuelven a aparecer en “Fragmentos de una historia, que aún no termina”, y en “Los muertos que llevo en la cabeza”. En esas obras hago allusión al tradicional culto a los ancestros, pero como un pretexto para establecer la ineludibilidad de la muerte y la continuidad del tiempo en ambas direcciones. No solo pretendemos dominar el mundo, sino también discontinuar el tiempo, desplazarnos en la eternidad. Por esta razón la verticalidad aquí no es casual; crea un puente entre lo divino y lo terrenal que se refiere a la forma en que buscamos perpetuarnos más allá de la propia muerte. La obra parece inconclusa porque carece de una definición de sus límites. Los recuerdos, el pasado, dan sentido a la existencia, pero siempre dejan una brecha, un espacio vacío reservado para el porvenir.
Eugenio Valdés:
Sin embargo, ese “espacio vacío” también había sido identificado con la muerte en tu serie El reino de la espera…
Víctor Vázquez:
Pero en mi serie “El reino de la espera”, la muerte es vista como una reafirmación nunca como una negación. Documenté la muerte de un hombre joven enfermo de SIDA, así como todo el proceso de deterioro físico y de conflicto entre la esperanza y el destino. Sin embargo, la muerte de este individuo no significaba el sinsentido de la existencia, aún cuando constituía la interrupción de un proyecto de vida. La vida y la muerte son entendidas en su continuidad, y en esta dirección se conecta aquel tipo de trabajos con mi obra actual. El cuerpo, que ha sido un leitmotiv en mi obra, se redefine a partir de “El reino de la espera” en un tránsito desde lo prohibido a lo putrefacto, del placer al dolor, del origen a la provocación de la muerte. Pero ese es un ciclo sin principio ni fin, que se conecta por sus extremos. El hombre se perpetúa en sus huellas; es por esta vía que entiendo la muerte como celebración : no nos incorporamos definitivamente al mundo de los difuntos. Abandonamos nuestra pertenencia al mundo de los vivos solo de forma relativa; quedamos habitando en un sitio difícil de ubicar temporal y espacialmente, pues pertenece al territorio de la memoria.
Más de una vez he pensado que no existe un concepto más cercano a ese limbo entre el mundo de los vivos y el de los muertos que el de la Identidad.
La Identidad no puede ser comprendida si no es a través de esa mitología en torno al ciclo de nacimiento-muerte-resurrección . Casi siempre se habla de identidad en terminos de espiritualidad, ideología, filosofía, etcétera, es decir, en términos muy abstractos, pero pocas veces se le entiende como algo tangible, objetivo, que vive, respira, muere, se pudre, renace…Ella se desplaza pendularmente entre lo abstracto y lo concreto; se completa en su materialidad y retorna a su zona espiritual como cobrando fuerzas; necesita dejar de ser para volver a la vida reencarnada en otra sustancia…
Eugenio Valdés:
¿Cuáles son tus proyectos más inmediatos y cuáles tus más actuales motivaciones?
Víctor Vázquez:
En este momento me encuentro desarrollando un proyecto de instalación que tiene que ver con el centenario de la invasión norteamericana a Puerto Rico, pero la obra sortea constantemente las trampas de lo anecdótico y evita el ángulo historicista de este asunto. Me resulta mucho más atractiva la trascendencia de ese hecho en la consolidación durante varias generaciones de determinados patrones de conducta en la sociedad puertorriqueña, de ciertos aspectos psico-sociales gestados en la relación histórica entre Puerto Rico y Estados Unidos. Una vez más, el Espiritismo es mi punto de partida, el contacto con “ultratumba”.
Si fuéramos a ser irónicos, con tan delicado tema habría que decir que “lo llevamos en el alma”. Aunque la obra se apoya fundamentalmente en lo documental –fotografía, objetos recuperados y documentos de archivos- realmente me interesa lo “testimonial” dialogar con el “alma” de esos objetos, hurgar en la memoria. El título de la instalación es “Para entender a los Vivos hay que comunicarse con los muertos”. En la muerte, en la memoria, en nuestro pasado, reside el colectivo inconsciente. Allí están las claves para comprendernos y para reencontrarnos con nosotros mismos. La obra construye una suerte de árbol genealógico; son cajas que contienen información que yace inerte, olvidada, pero que es potencialemente “desenterrable”. Es una especie de rompecabezas –como nuestra identidad-, pleno de dudas y de atisbos. La curiosidad que despierta el contenido de esas cajas es uno de los más recurrentes ritos del individuo “en busca del rostro perdido”.
La Identidad Sincretica de Victor Vazquez, por Jose Manuel Noceda Fernandez
LA IDENTIDAD SINCRÉTICA DE VÍCTOR VAZQUEZ
Por : José Manuel Noceda Fernándes
Especialista en arte del Caribe y miembro curador del Centro Wilfredo Lam en La Habana. Cuba
Víctor Vázquez se inserta de un modo peculiar en la dinámica artística del Caribe contemporáneo. Con esto me refiero menos a la búsqueda de una anticipidad a ultranza, deudora de la tan maltratada originalidad, como a esa voluntad por enfocar problemáticas propias del ámbito insular o cosmopolita sin reiterar concepciones demasiado manoseadas en el área.
El concepto sincretismo deviene hoy en día de un alcance limitado en el campo de las ciencias sociales y, sin embargo, se le continúa empleando de un modo persistente. Así me sucede ahora con Vázquez pues cuando atisbo en la ilación entre la identidad y el mito me resulta cómodo y natural para acercarme a su obra. Esto ocurre no sólo porque el artista sea fruto de un contexto cultural particular -el caribeño – donde este término ejerce un caciquismo avasallador como porque existe un arista sustancial en su trabajo que apunta insistentemente hacia la mixtura de referencias personales y componentes mitopoéticos de origen ancestral. Por eso el empleo aquí del mismo tiene que ver con un sentido funcional y no tanto con sus capacidades puramente retóricas.
El asunto de la identidad es ya una vieja diatriba y una problemática inherente al ser latinoamericano y caribeño. En el caso particular de Puerto Rico se ha convertido en una cuestión mucho más enfática por razones históricas. Hace unos años Marimar Benítez se refería a la situación peculiar de esa isla antillana y a como ello condicionó un sorprendente mecanismo de resistencia consciente que implica un serio conflicto de identidad. (1)
Las artes visuales puertorriqueñas recogen sobrados ejemplos de esa relación conflictual a lo largo de todas las fluctuaciones del sentimiento nacionalista o durante sus puestas en crisis. Sin embargo, veo mayor afinidad de Víctor Vázquez con artistas que han abordado en cierto momento el escabroso tópico desde las fibras más recónditas de su vivencialidad : Myrna Báez, Antonio Martorell, Arnaldo Roche, María de Mater O’Neill, Nick Qjano o Frieda Medín, por ejemplo. Las causas fundantes de esa obsesividad en Víctor Vázquez podrían sin dudas estar concatenadas con las nociones culturales de la puertorriqueñidad ; pero se encauzan con sutileza por el camino de la exploración interior, de la identidad personal y de una suerte de correspondencia entre la autoimagen, las nuevas posibilidades abiertas por la fotografía y el corpus icónico y ritualista propio de lo religioso.
Ticio Escobar demuestra cómo el concepto de identidad tal y como era entendido hasta el decenio de los 80, es decir, en tanto definición casi mítica de un Ser Nacional o un ser Latinoamericano no se sostiene ya en su carácter de metaconcepto homogeneizador, aglutinante, « pero el hecho de que se cuestionen las totalidades omnicomprensivas hace que la cultura contemporánea aparezca de nuevo obsesionada por la cuestión del Otro » (2) Esta tesis diverge considerablemente con los postulados de Baudrillard quien considera que si anteriormente, el desvelo estribaba en perseguir el parecido con los demás y « perderse en la multitud », es decir, recalar en los imaginarios colectivos, « hoy consiste en parecerse únicamente a uno mismo » (3) Así surge una de las grandes paradojas de la sociedad contemporánea ; en el horizonte de la era de la globalización y de la « desterritorialización » resurge la aproximación al terreno de la autobiografía, la alusión al componente primario de la organización social, como una de las « formas de escritura » y « modelo máximo » de nuestro tiempo.
De modo que Víctor concilia las antinomias anteriores y cuando se menciona la identidad para hablar de su obra aludo a un concepto renovado de esa identidad, que dista mucho de aquellos juicios emitidos por los discursos ontologizadores, y cimentado en el corte antropológico que aporta coordenadas de amparo individual frente a las crisis y conflictos de la sociedad planetaria o ante el debilitamiento ostensible de las nociones de si en un sujeto moderno en franco desconcierto, el el cual la estabilidad va en picada.
En su última instalación, En busca del rostro perdido (Castillo de los Tres Reyes del Morro, VI Bienal de La Habana, mayo-junio, 1997), Vázquez prolonga las « confesiones » apologéticas de George Lamming en torno a la primacía del mundo privado y escondido del ser, un universo cuyo sosiego o turbulencia dentro del hombre contiene todo el caudal de sus anhelos, ambiciones, sus temores, su culpa y su honor. Unos años atrás otra obra, El reino de la espera (1993) enfrentaba la creación como proceso, insertaba ciertas coordenadas en lo religioso y contruía una suerte de memoria afincada en la temporalidad y la finitud de la existencia. El reino de la espera documentaba la depauperación física y moral progresiva de un amigo del artista aquejado por el SIDA con una total compenetración. El fotógrafo no observaba desde fuera, hacía suya la agonía.
En busca del rostro perdido aprovecha estas constantes y añade otras. El título obvio desplaza la narración en tercera persona al microcosmos del Yo. La instalación, a manera de gran retablo integrado por piezas independientes fundidas en un solo espacio - La Ave María I, En busca del rostro perdido, Los muertos que llevo, Comunión I y II, Identidad desnuda....-, cubría una extensa pared de unos 18 metros de largo, en los cuales Vázquez incluyó fotografias personales, de personajes femeninos y de animales, todas viradas al sepia, con brea en sus marcos, y espejos, carbón , yute y objetos envueltos en tela añadidos a la concepción tridimensional. Lo primario que llamaba la atención era justamente el carácter híbrido con que se enfocaba la fotografía. Esta no es una manifestación con demasiados adeptos en el Caribe insular, mucho menos si se trata de una concepción abierta y renovadora de la proyección fotográfica. Las nuevas manifestaciones aparecidas a la luz de los decenios ’60 y ‘ 70 a escala internacional, modificaron sustancialmente la práctica artística y su posterior percepción (me refiero a la quiebra de la tradición abierta por el arte conceptual, los happenings, la eclosión del videoarte, la égida de Beuys, las instalaciones, el land art) e influyeron en el ensanchamiento del horizonte de la fotografía, en la búsqueda de otros códigos, de otras soluciones formales mixtas para actualizar su eficacia visual. La imagen fotográfica pasó de mero documento de la realidad con una pretensión autónoma exclusivista a medio contaminado y contaminante, « apareada » a otras disciplinas del arte, la tecnología y la realidad.
La fotografía de Vázquez expone su « contaminación « primordialmente con el ámbito sagrado. Algunos autores mencionan como constante esa interrelación con lo religioso – el autor estudió religiones comparadas. Ilona Katzew reconoce que aunque su obra « ahíta de referencias a tradiciones y religiones locales, dista mucho de ser paragón de lo nacional o lo temporal. (En ella) confluye lo primigenio con lo contemporáneo, lo sacro con lo mundano, lo instintivo y lo conceptual. (4) Es decir, aquí lo religioso no excluye a otros componentes profanos, no invalidan otras lecturas más allá de la « liturgia ». Como tampoco está circunscrito a una doctrina en particular, pues su obra fluctúa entre cultos de procedencia heterogéneas- catolicismo, sistemas mágico-religiosos de origen africano- con panteones y fundamentos sometidos en suelo antillano al proceso de interpenetración y correlación simbólica.
Vázquez, sin dudas, comparte ahora « las secuelas » dejadas en el buen sentido por algunos expedientes del arte cubano de los ’80. Me refiero a Ricardo Rodríguez Brey, José Bedía, Juan Francisco Elso, Rubén Torres Lloraca o Marta María Pérez (la crítica lo observa más próximo a esta última, quizás por el basamento fotográfico y la recurrencia a la autopercepción), quienes comenzaron una operatoria de raíz antropológica en la visualidad descodificando la tradición afrocubana (Santería, Regla de Palo Monte...) sus estructuras cosmogónicas, sus derivaciones filosóficas. En el caso del puertorriqueño, la irrupción en el terreno religioso o mitológico no presupone representar el hecho o la leyenda, ni existe una férrea apoyatura en el dato, en la narración , o el desglose de los posibles significados del mito. No se trata, por tanto, de una decodificación del entrecruzamiento de lo experencial y lo divino, sino de la « reificación » poética y alegórica de dichos universos, reempleando libremente los referentes sígnicos inmersos en la instalación hasta eludir la equivalencia corrosiva a que esas entidades y sus significantes son expuestos con frecuencia, razones intuidas por Fernando Castro cuando considera que Víctor Vázquez no nos interna tan en profundidad en los misterios de las religiones de origen africano y que su trabajo « deambula sincréticamente entre imágenes sugerentes » atadas a la referencia prístina por lazos más difusos. (5)
Vázquez despliega una suerte de fetichización y ritualización de la autobiografía y la creencia ; convierte las fotografías de su rostro, de su torso y de partes animales y los objetos, en un simulacro ceremonial o en fetiches portadores de las analogías o las relaciones polares entre lo bello y lo feo, la vida y la muerte, lo humano y lo animal, el pasado y el presente, lo terrenal y lo divino. Por intermedio del ritual reorganiza y extrovierte aquellos fragmentos derivados de las indagaciones en lo personal, en lo inmanente, en los relatos preexistentes en el corpus socio-ancestral de las Antillas.
La ritualidad como estrategia propicia ese sentido híbrido, nos introduce en una temporalidad diacrónica, en una realidad otra donde prevalecen las ideas del sacrificio del cuerpo, del poder simbólico del objeto, de la ofrenda, subordinados a nociones espirituales de redención, a la capacidad mitológica para justificar la existencia social, para interpretar la vida que tanto preocupa a
Vázquez o para entender la muerte, que obsesiona, « la muerte del yo, la nada » a las que aludía Federico Morais al leer las confesiones de José Luis Cuevas. Víctor Vázquez se « resguarda » tras esa identidad sincrética o tras una identidad asumida como ritual, encuentra los principios garantes de su cohesión como sujeto ; prefiere conjurar la incertidumbre epocal con el propio sujeto de la creación, en los escenarios del existir cotidiano, con los resortes religiosos filtrados por la conciencia popular.
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NOTAS
1. Véase Marimar Benítez : « En caso especial de Puerto Rico », en : El espíritu latinoamericano : arte y artistas en los Estados Unidos, 1920-1970, Nueva York, El Museo de Artes del Bronx / Harry N. Abrams Inc., Ediciones, 1989, p.72-105. Hollister Sturge también sostiene que el tema de la identidad es central a muchos de los artistas en Puerto Rico : « Continuidad y cambio. La búsqueda del artista puertorriqueño », en : Nuevo arte de Puerto Rico, Museum of Fine Art, Springfield, 1990, p.10.
2. Ticio Escobar. Textos varios.Agencia Española de Cooperación Internacional / Cenro Cultural Español Juan Salazar, 1992, p. 95.
3. Jean Baudrillard. El otro por sí mismo.Barcelona, Editorial Anagrama, 1988, p. 36.
4. Ilona Katzew : « Víctor Vázquez y las transparencias inmutables », en :
Víctor Vázquez. El cuerpo y el ave. Galeria Botello, nov-dic., 1996, p. 6.
5. Fernando Castro. « La fotografía como teatro », en Cruzando Caminos. 6
fotógrafos latinoamericanos. Museo de Arte de Lima, oct-dic., 1995.
Por : José Manuel Noceda Fernándes
Especialista en arte del Caribe y miembro curador del Centro Wilfredo Lam en La Habana. Cuba
Víctor Vázquez se inserta de un modo peculiar en la dinámica artística del Caribe contemporáneo. Con esto me refiero menos a la búsqueda de una anticipidad a ultranza, deudora de la tan maltratada originalidad, como a esa voluntad por enfocar problemáticas propias del ámbito insular o cosmopolita sin reiterar concepciones demasiado manoseadas en el área.
El concepto sincretismo deviene hoy en día de un alcance limitado en el campo de las ciencias sociales y, sin embargo, se le continúa empleando de un modo persistente. Así me sucede ahora con Vázquez pues cuando atisbo en la ilación entre la identidad y el mito me resulta cómodo y natural para acercarme a su obra. Esto ocurre no sólo porque el artista sea fruto de un contexto cultural particular -el caribeño – donde este término ejerce un caciquismo avasallador como porque existe un arista sustancial en su trabajo que apunta insistentemente hacia la mixtura de referencias personales y componentes mitopoéticos de origen ancestral. Por eso el empleo aquí del mismo tiene que ver con un sentido funcional y no tanto con sus capacidades puramente retóricas.
El asunto de la identidad es ya una vieja diatriba y una problemática inherente al ser latinoamericano y caribeño. En el caso particular de Puerto Rico se ha convertido en una cuestión mucho más enfática por razones históricas. Hace unos años Marimar Benítez se refería a la situación peculiar de esa isla antillana y a como ello condicionó un sorprendente mecanismo de resistencia consciente que implica un serio conflicto de identidad. (1)
Las artes visuales puertorriqueñas recogen sobrados ejemplos de esa relación conflictual a lo largo de todas las fluctuaciones del sentimiento nacionalista o durante sus puestas en crisis. Sin embargo, veo mayor afinidad de Víctor Vázquez con artistas que han abordado en cierto momento el escabroso tópico desde las fibras más recónditas de su vivencialidad : Myrna Báez, Antonio Martorell, Arnaldo Roche, María de Mater O’Neill, Nick Qjano o Frieda Medín, por ejemplo. Las causas fundantes de esa obsesividad en Víctor Vázquez podrían sin dudas estar concatenadas con las nociones culturales de la puertorriqueñidad ; pero se encauzan con sutileza por el camino de la exploración interior, de la identidad personal y de una suerte de correspondencia entre la autoimagen, las nuevas posibilidades abiertas por la fotografía y el corpus icónico y ritualista propio de lo religioso.
Ticio Escobar demuestra cómo el concepto de identidad tal y como era entendido hasta el decenio de los 80, es decir, en tanto definición casi mítica de un Ser Nacional o un ser Latinoamericano no se sostiene ya en su carácter de metaconcepto homogeneizador, aglutinante, « pero el hecho de que se cuestionen las totalidades omnicomprensivas hace que la cultura contemporánea aparezca de nuevo obsesionada por la cuestión del Otro » (2) Esta tesis diverge considerablemente con los postulados de Baudrillard quien considera que si anteriormente, el desvelo estribaba en perseguir el parecido con los demás y « perderse en la multitud », es decir, recalar en los imaginarios colectivos, « hoy consiste en parecerse únicamente a uno mismo » (3) Así surge una de las grandes paradojas de la sociedad contemporánea ; en el horizonte de la era de la globalización y de la « desterritorialización » resurge la aproximación al terreno de la autobiografía, la alusión al componente primario de la organización social, como una de las « formas de escritura » y « modelo máximo » de nuestro tiempo.
De modo que Víctor concilia las antinomias anteriores y cuando se menciona la identidad para hablar de su obra aludo a un concepto renovado de esa identidad, que dista mucho de aquellos juicios emitidos por los discursos ontologizadores, y cimentado en el corte antropológico que aporta coordenadas de amparo individual frente a las crisis y conflictos de la sociedad planetaria o ante el debilitamiento ostensible de las nociones de si en un sujeto moderno en franco desconcierto, el el cual la estabilidad va en picada.
En su última instalación, En busca del rostro perdido (Castillo de los Tres Reyes del Morro, VI Bienal de La Habana, mayo-junio, 1997), Vázquez prolonga las « confesiones » apologéticas de George Lamming en torno a la primacía del mundo privado y escondido del ser, un universo cuyo sosiego o turbulencia dentro del hombre contiene todo el caudal de sus anhelos, ambiciones, sus temores, su culpa y su honor. Unos años atrás otra obra, El reino de la espera (1993) enfrentaba la creación como proceso, insertaba ciertas coordenadas en lo religioso y contruía una suerte de memoria afincada en la temporalidad y la finitud de la existencia. El reino de la espera documentaba la depauperación física y moral progresiva de un amigo del artista aquejado por el SIDA con una total compenetración. El fotógrafo no observaba desde fuera, hacía suya la agonía.
En busca del rostro perdido aprovecha estas constantes y añade otras. El título obvio desplaza la narración en tercera persona al microcosmos del Yo. La instalación, a manera de gran retablo integrado por piezas independientes fundidas en un solo espacio - La Ave María I, En busca del rostro perdido, Los muertos que llevo, Comunión I y II, Identidad desnuda....-, cubría una extensa pared de unos 18 metros de largo, en los cuales Vázquez incluyó fotografias personales, de personajes femeninos y de animales, todas viradas al sepia, con brea en sus marcos, y espejos, carbón , yute y objetos envueltos en tela añadidos a la concepción tridimensional. Lo primario que llamaba la atención era justamente el carácter híbrido con que se enfocaba la fotografía. Esta no es una manifestación con demasiados adeptos en el Caribe insular, mucho menos si se trata de una concepción abierta y renovadora de la proyección fotográfica. Las nuevas manifestaciones aparecidas a la luz de los decenios ’60 y ‘ 70 a escala internacional, modificaron sustancialmente la práctica artística y su posterior percepción (me refiero a la quiebra de la tradición abierta por el arte conceptual, los happenings, la eclosión del videoarte, la égida de Beuys, las instalaciones, el land art) e influyeron en el ensanchamiento del horizonte de la fotografía, en la búsqueda de otros códigos, de otras soluciones formales mixtas para actualizar su eficacia visual. La imagen fotográfica pasó de mero documento de la realidad con una pretensión autónoma exclusivista a medio contaminado y contaminante, « apareada » a otras disciplinas del arte, la tecnología y la realidad.
La fotografía de Vázquez expone su « contaminación « primordialmente con el ámbito sagrado. Algunos autores mencionan como constante esa interrelación con lo religioso – el autor estudió religiones comparadas. Ilona Katzew reconoce que aunque su obra « ahíta de referencias a tradiciones y religiones locales, dista mucho de ser paragón de lo nacional o lo temporal. (En ella) confluye lo primigenio con lo contemporáneo, lo sacro con lo mundano, lo instintivo y lo conceptual. (4) Es decir, aquí lo religioso no excluye a otros componentes profanos, no invalidan otras lecturas más allá de la « liturgia ». Como tampoco está circunscrito a una doctrina en particular, pues su obra fluctúa entre cultos de procedencia heterogéneas- catolicismo, sistemas mágico-religiosos de origen africano- con panteones y fundamentos sometidos en suelo antillano al proceso de interpenetración y correlación simbólica.
Vázquez, sin dudas, comparte ahora « las secuelas » dejadas en el buen sentido por algunos expedientes del arte cubano de los ’80. Me refiero a Ricardo Rodríguez Brey, José Bedía, Juan Francisco Elso, Rubén Torres Lloraca o Marta María Pérez (la crítica lo observa más próximo a esta última, quizás por el basamento fotográfico y la recurrencia a la autopercepción), quienes comenzaron una operatoria de raíz antropológica en la visualidad descodificando la tradición afrocubana (Santería, Regla de Palo Monte...) sus estructuras cosmogónicas, sus derivaciones filosóficas. En el caso del puertorriqueño, la irrupción en el terreno religioso o mitológico no presupone representar el hecho o la leyenda, ni existe una férrea apoyatura en el dato, en la narración , o el desglose de los posibles significados del mito. No se trata, por tanto, de una decodificación del entrecruzamiento de lo experencial y lo divino, sino de la « reificación » poética y alegórica de dichos universos, reempleando libremente los referentes sígnicos inmersos en la instalación hasta eludir la equivalencia corrosiva a que esas entidades y sus significantes son expuestos con frecuencia, razones intuidas por Fernando Castro cuando considera que Víctor Vázquez no nos interna tan en profundidad en los misterios de las religiones de origen africano y que su trabajo « deambula sincréticamente entre imágenes sugerentes » atadas a la referencia prístina por lazos más difusos. (5)
Vázquez despliega una suerte de fetichización y ritualización de la autobiografía y la creencia ; convierte las fotografías de su rostro, de su torso y de partes animales y los objetos, en un simulacro ceremonial o en fetiches portadores de las analogías o las relaciones polares entre lo bello y lo feo, la vida y la muerte, lo humano y lo animal, el pasado y el presente, lo terrenal y lo divino. Por intermedio del ritual reorganiza y extrovierte aquellos fragmentos derivados de las indagaciones en lo personal, en lo inmanente, en los relatos preexistentes en el corpus socio-ancestral de las Antillas.
La ritualidad como estrategia propicia ese sentido híbrido, nos introduce en una temporalidad diacrónica, en una realidad otra donde prevalecen las ideas del sacrificio del cuerpo, del poder simbólico del objeto, de la ofrenda, subordinados a nociones espirituales de redención, a la capacidad mitológica para justificar la existencia social, para interpretar la vida que tanto preocupa a
Vázquez o para entender la muerte, que obsesiona, « la muerte del yo, la nada » a las que aludía Federico Morais al leer las confesiones de José Luis Cuevas. Víctor Vázquez se « resguarda » tras esa identidad sincrética o tras una identidad asumida como ritual, encuentra los principios garantes de su cohesión como sujeto ; prefiere conjurar la incertidumbre epocal con el propio sujeto de la creación, en los escenarios del existir cotidiano, con los resortes religiosos filtrados por la conciencia popular.
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NOTAS
1. Véase Marimar Benítez : « En caso especial de Puerto Rico », en : El espíritu latinoamericano : arte y artistas en los Estados Unidos, 1920-1970, Nueva York, El Museo de Artes del Bronx / Harry N. Abrams Inc., Ediciones, 1989, p.72-105. Hollister Sturge también sostiene que el tema de la identidad es central a muchos de los artistas en Puerto Rico : « Continuidad y cambio. La búsqueda del artista puertorriqueño », en : Nuevo arte de Puerto Rico, Museum of Fine Art, Springfield, 1990, p.10.
2. Ticio Escobar. Textos varios.Agencia Española de Cooperación Internacional / Cenro Cultural Español Juan Salazar, 1992, p. 95.
3. Jean Baudrillard. El otro por sí mismo.Barcelona, Editorial Anagrama, 1988, p. 36.
4. Ilona Katzew : « Víctor Vázquez y las transparencias inmutables », en :
Víctor Vázquez. El cuerpo y el ave. Galeria Botello, nov-dic., 1996, p. 6.
5. Fernando Castro. « La fotografía como teatro », en Cruzando Caminos. 6
fotógrafos latinoamericanos. Museo de Arte de Lima, oct-dic., 1995.
Del cuerpo del sentido: de Eros y Thanatos, por Antonio Zaya
VICTOR VAZQUEZ: DEL CUERPO DEL SENTIDO: DE EROS Y THANATOS
Por Antonio Zaya
« Soñaba que regresaba a la tierra y que mi cuerpo se sentía libre. Que volvía a tener la oportunidad de estar entre los vivos, de tocar la tierra, de ver la noche y el día, de sentir otros cuerpos y ser sentido. No sé, a veces pienso que los muertos entierran a los muertos"
Víctor Vázquez. El reino de la espera. 1991
I
Una lectura implícita, una ur-sprache en la base de todas las lenguas, a la que ya hiciera referencia Jacob Boheme, nos abre a una significación cuando menos paralela y simbólica y a un sentido en otra dirección. Acaso se trata de un sentido no "visible", si se quiere fantásmatico, incorporal, pero sin duda presente, al menos elípticamente.
En el contexto caribeño, tan vitalista como adormecido por la luz intensísima, encandilado, la acción y el sentido se bifurcan constantemente. Los hechos y las palabras se confunden o enlazan frecuentemente, como realidad y deseo, en un contexto cultural propio, sin parangón. La obra del puertorriqueño Victor Vazquez no sólo no escapa a esta realidad doble sino que la alimenta, la convoca, la inflama. Y no únicamente por las implicaciones espirituales, animistas, que desfilan sin cesar ante nuestros ojos sino, también, y más concretamente, por una doble lectura, un doble sentido, una doble intención que la recorre.
Liquids and Signs es, como su nombre indica, fluidez y huella, movimiento y consolidación, un contrapunto barroco del rio y su cauce, explicitado tanto en las sillas, donde el artista deposita tierra y libros abiertos, blanqueados "aparentemente" con cascarilla de huevos, como también en los huesos que caen del útero, y en las palanganas y escupideras, que recogen los fluídos corporales: semen, heces, menstruo, sangre, leche y como en las velas que dan luz a estos fluídos.
No podemos olvidar que el tiempo recorre estas huellas de la memoria, de una experiencia pendiente de un hilo y acaso de una sola identidad y las hace inaplazables e irrepetibles, como la vida y la muerte que anuncian cuando tiramos de ese hilo.
El gran poeta andaluz J.M. Caballero Bonald repetía recientemente que "somos el tiempo que nos queda", lo que ya había dicho hacía tiempo, que somos lo que nos queda por ser; sentencia que me parece muy semejante a esta memoria del futuro que nos presenta periódicamente Victor Vazquez, donde vida y muerte se solapan y alternan como en un juego de espejos, y donde, como escribiera Deleuze: "la repetición es una diferencia desplazada en el tiempo". Nada se repite para que sea lo mismo, porque, siempre y nunca, nada es igual.
De este modo, el cuerpo del sentido es, en Victor Vazquez, la imagen de la memoria del futuro, de su muerte, la del cuerpo y la del tiempo a la vez. Pero la muerte ya no es cuerpo ni imagen, sino nada. Y nada es lo que conviene a la ausencia y la pérdida, al blanco espiritual, a la huella de una memoria aún porvenir.
II
Difícil laberinto el de lidiar con el cuerpo y la muerte, con el cuerpo del sentido. Pero de dónde le viene a Víctor Vázquez esta afición fascinante de fijar lo que pasa, de cazar lo invisible, de domar el tiempo? Sin duda de la fotografía, dominada según Peter Weiermair por la pasión scopofílica, por la pasión de ver. Es un sacrificio y el tiempo de una espera que no siempre alcanza a ver más que nada.
Con toda probabilidad, Victor Vazquez ve el cuerpo como lugar de resistencia de un discurso erótico, que se niega a morir, pero sabe que su deseo no es más que vana ilusión y que, a la postre, siempre se desea para la muerte. No considera ese cuerpo, desde luego, como un campo de batalla, pero sí como un lugar destinado a fluir dejando huellas, síntomas, escenas deshilvanadas como en un sueño, que nos trasladan, que nos transportan, a otro lugar, aún cotidiano, de paso, siempre en tránsito de abandonar su sentido para derivar en otro aún por establecer, en las páginas de un libro abierto en blanco, de un camino por caminar, de un huevo por romper, de un tatuaje por grabar, de una huella por fosilizarse. Un cuerpo, en definitiva, que vive, que fluye para la muerte y en eso consiste su corporeidad.
III
La obra de Victor Vazquez absorve sus propias raíces y las expone a la luz de las velas, cual cómplice de su infancia, de su memoria, de sus ancestros, de su tierra. Estas raíces son sus estímulos principales, genuinos, no sólo porque impregnan cada una de sus piezas, trabajos y acciones, sino porque gracias a ellas puede el artista hablar de la vida y de la muerte. Los medios expresivos que utiliza le permiten esa luz progresiva, espiritista, llena de personajes, motivos, formas y temas que fluyen de esas fuentes originales. La aparición de esos mundos paralelos, de esos escenarios más allá de lo que vemos, evocan y reflejan con transparencia esos momentos del tiempo del sueño por venir y ya pasado, del tiempo del recuerdo, de la pérdida y de la muerte, de un no-lugar sin tiempo.
En esos espacios que huyen, cada uno de los síntomas, cada una de las huellas, conforman un tiempo en el camino de la muerte, en el camino del futuro que se confunde con la memoria, un tiempo que nos engaña como en el carnaval, sin conciencia de su verdadera identidad , ni de su naturaleza física y/o espiritual. Nada adquiere entonces más relieve que la huella de paso.
Se establece así una relación directa, íntima y espectacular, entre espectador y obra, con dos rostros, como una moneda. Una cara de dolor, de posesión y muerte en vida, que intenta abrirse paso en el tiempo de la memoria y otra hecha de nada , como la estatua de Apollinaire, por venir, por morir.
En este cuerpo del sentido, que Victor Vazquez aborda, en ocasiones encuentra, acoge y celebra la luz, que se resiste al amor, que se resiste a vivir nuevamente de la muerte, a repetirse, a resucitar espiritualmente en rojo indio, con machete, tierra y sangre, más allá del negro y el blanco, más allá del papel y de la mano del dibujante.
IV
De Liquids and Signs no podemos decir en rigor que sea la obra de un iniciado o, al menos, no lo pretende. Y, sin embargo, aunque inmediatamente no apreciemos sus códigos, Víctor Vázquez se las ingenia para establecer entre ella y el espectador suficientes vínculos y complicidades que hacen posible una comunicación activa, un encuentro magnético con el sentido, a pesar de nosotros mismos y a pesar de su celo.
Platja d'Aro. Girona. Enero 2004
Por Antonio Zaya
« Soñaba que regresaba a la tierra y que mi cuerpo se sentía libre. Que volvía a tener la oportunidad de estar entre los vivos, de tocar la tierra, de ver la noche y el día, de sentir otros cuerpos y ser sentido. No sé, a veces pienso que los muertos entierran a los muertos"
Víctor Vázquez. El reino de la espera. 1991
I
Una lectura implícita, una ur-sprache en la base de todas las lenguas, a la que ya hiciera referencia Jacob Boheme, nos abre a una significación cuando menos paralela y simbólica y a un sentido en otra dirección. Acaso se trata de un sentido no "visible", si se quiere fantásmatico, incorporal, pero sin duda presente, al menos elípticamente.
En el contexto caribeño, tan vitalista como adormecido por la luz intensísima, encandilado, la acción y el sentido se bifurcan constantemente. Los hechos y las palabras se confunden o enlazan frecuentemente, como realidad y deseo, en un contexto cultural propio, sin parangón. La obra del puertorriqueño Victor Vazquez no sólo no escapa a esta realidad doble sino que la alimenta, la convoca, la inflama. Y no únicamente por las implicaciones espirituales, animistas, que desfilan sin cesar ante nuestros ojos sino, también, y más concretamente, por una doble lectura, un doble sentido, una doble intención que la recorre.
Liquids and Signs es, como su nombre indica, fluidez y huella, movimiento y consolidación, un contrapunto barroco del rio y su cauce, explicitado tanto en las sillas, donde el artista deposita tierra y libros abiertos, blanqueados "aparentemente" con cascarilla de huevos, como también en los huesos que caen del útero, y en las palanganas y escupideras, que recogen los fluídos corporales: semen, heces, menstruo, sangre, leche y como en las velas que dan luz a estos fluídos.
No podemos olvidar que el tiempo recorre estas huellas de la memoria, de una experiencia pendiente de un hilo y acaso de una sola identidad y las hace inaplazables e irrepetibles, como la vida y la muerte que anuncian cuando tiramos de ese hilo.
El gran poeta andaluz J.M. Caballero Bonald repetía recientemente que "somos el tiempo que nos queda", lo que ya había dicho hacía tiempo, que somos lo que nos queda por ser; sentencia que me parece muy semejante a esta memoria del futuro que nos presenta periódicamente Victor Vazquez, donde vida y muerte se solapan y alternan como en un juego de espejos, y donde, como escribiera Deleuze: "la repetición es una diferencia desplazada en el tiempo". Nada se repite para que sea lo mismo, porque, siempre y nunca, nada es igual.
De este modo, el cuerpo del sentido es, en Victor Vazquez, la imagen de la memoria del futuro, de su muerte, la del cuerpo y la del tiempo a la vez. Pero la muerte ya no es cuerpo ni imagen, sino nada. Y nada es lo que conviene a la ausencia y la pérdida, al blanco espiritual, a la huella de una memoria aún porvenir.
II
Difícil laberinto el de lidiar con el cuerpo y la muerte, con el cuerpo del sentido. Pero de dónde le viene a Víctor Vázquez esta afición fascinante de fijar lo que pasa, de cazar lo invisible, de domar el tiempo? Sin duda de la fotografía, dominada según Peter Weiermair por la pasión scopofílica, por la pasión de ver. Es un sacrificio y el tiempo de una espera que no siempre alcanza a ver más que nada.
Con toda probabilidad, Victor Vazquez ve el cuerpo como lugar de resistencia de un discurso erótico, que se niega a morir, pero sabe que su deseo no es más que vana ilusión y que, a la postre, siempre se desea para la muerte. No considera ese cuerpo, desde luego, como un campo de batalla, pero sí como un lugar destinado a fluir dejando huellas, síntomas, escenas deshilvanadas como en un sueño, que nos trasladan, que nos transportan, a otro lugar, aún cotidiano, de paso, siempre en tránsito de abandonar su sentido para derivar en otro aún por establecer, en las páginas de un libro abierto en blanco, de un camino por caminar, de un huevo por romper, de un tatuaje por grabar, de una huella por fosilizarse. Un cuerpo, en definitiva, que vive, que fluye para la muerte y en eso consiste su corporeidad.
III
La obra de Victor Vazquez absorve sus propias raíces y las expone a la luz de las velas, cual cómplice de su infancia, de su memoria, de sus ancestros, de su tierra. Estas raíces son sus estímulos principales, genuinos, no sólo porque impregnan cada una de sus piezas, trabajos y acciones, sino porque gracias a ellas puede el artista hablar de la vida y de la muerte. Los medios expresivos que utiliza le permiten esa luz progresiva, espiritista, llena de personajes, motivos, formas y temas que fluyen de esas fuentes originales. La aparición de esos mundos paralelos, de esos escenarios más allá de lo que vemos, evocan y reflejan con transparencia esos momentos del tiempo del sueño por venir y ya pasado, del tiempo del recuerdo, de la pérdida y de la muerte, de un no-lugar sin tiempo.
En esos espacios que huyen, cada uno de los síntomas, cada una de las huellas, conforman un tiempo en el camino de la muerte, en el camino del futuro que se confunde con la memoria, un tiempo que nos engaña como en el carnaval, sin conciencia de su verdadera identidad , ni de su naturaleza física y/o espiritual. Nada adquiere entonces más relieve que la huella de paso.
Se establece así una relación directa, íntima y espectacular, entre espectador y obra, con dos rostros, como una moneda. Una cara de dolor, de posesión y muerte en vida, que intenta abrirse paso en el tiempo de la memoria y otra hecha de nada , como la estatua de Apollinaire, por venir, por morir.
En este cuerpo del sentido, que Victor Vazquez aborda, en ocasiones encuentra, acoge y celebra la luz, que se resiste al amor, que se resiste a vivir nuevamente de la muerte, a repetirse, a resucitar espiritualmente en rojo indio, con machete, tierra y sangre, más allá del negro y el blanco, más allá del papel y de la mano del dibujante.
IV
De Liquids and Signs no podemos decir en rigor que sea la obra de un iniciado o, al menos, no lo pretende. Y, sin embargo, aunque inmediatamente no apreciemos sus códigos, Víctor Vázquez se las ingenia para establecer entre ella y el espectador suficientes vínculos y complicidades que hacen posible una comunicación activa, un encuentro magnético con el sentido, a pesar de nosotros mismos y a pesar de su celo.
Platja d'Aro. Girona. Enero 2004
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